Las luces del atardecer se apagan cuando una canción suena dentro de mí. Bailo sin miedo. La escucho cada vez más alta. Las luces y colores me rodean. Estoy cansada y los pies se me han roto de tanto bailar. Pero aún así la canción retumba dentro de la cabeza cada vez más fuerte hasta volverme loca. Los colores intensos que antes impregnaban todo han desaparecido. De repente, la estancia se queda sin luz. Entonces caigo al suelo y veo como poco a poco una sombra lo cubre todo. Ya nada brilla. Sólo estamos la oscuridad y yo. La vida se ha ido. La música ha parado. Ahora queda un vacío profundo que lo llena todo.

Veo una luz en la lejanía, que hace de antorcha en la lobreguez. Se asemeja a una bola de fuego incandescente. Mis ojos están seducidos por ella. Me levanto con cuidado del suelo. Me dirijo hacia la luz que es como un imán y yo soy el metal atraído por su resplandor. Cuando ya estoy cerca de sus rayos siento como una paz interior. Entonces, para tocarlos, alargo mi mano que la envuelve fulgor. En ese instante, deseé sumergirme en ellos y no sentir más miedo por estar cubierta de tiniebla.

Me siento viva. La luz resplandece dentro de mí. Me transporta a un lugar lejano de aquí, donde hay un prado enorme lleno de flores de diversos colores, lirios, narcisos y dedaleras, en los bosques de abetos en el pirineo. Es un paisaje conocido para mí, porque es allí donde había pasado varios veranos cuando era pequeña.

No siento miedo. Sólo quiero correr por los prados y olvidar lo sucedido. Sentir el aíre en las mejillas y la hierba en los pies. Los ciervos y los caballos corren libremente conmigo. Los abejorros y avispas zumbaban con el aleteo de sus alas diminutas, los cuales se dedican a sobrevolar las flores y germinarlas. Mientras las pequeñas hormigas corretean entre la hierba alta en busca de comida y yo corro entre entre el esplendor del prado verde.

—¿Qué hago allí? —Me preguntó y entonces, me paró en seco.

Una tormenta lo cubre todo. La lluvia y la neblina no me dejaba ver por donde caminaba. Sólo veía  el agua caer.  En ese momento, aparece una sombra que me coge y me saca de la tormenta. Me tropecé contra una piedra y me caigo al suelo. Cuando mire hacia arriba la sombra se había convertido en la figura de un hombre. Su cara está translúcida no la distingo bien, pero siento su presencia.

—¡Despierta, tienes que huir! —dijo una voz proveniente de él.

En ese mismo instante, su cara se convirtió en la de alguien familiar. Sus ojos azules se reflejan en mis gafas y su pelo negro me recuerda al mio propio. En ese momento, me viene a la mente el rostro de mi padre. Es ahí, cuando despierto. Estoy repleta de sangre que proviene del costado.

Se ha borrado todo lo ocurrido con anterioridad en mi mente. Sólo sé que tengo que huir de allí. Corro por las calles sin aliento  la herida no deja de sangrar. Miro hacía atrás esperando que apareciera el asesino. Entonces,  me dije:  ¡no puedo más! y caí al suelo agotada.

Me miro las manos. Están teñidas de rojo carmesí. En ese momento la memoria empieza a resurgir. Estoy en una habitación completamente sóla. Por supuesto, esa maldita sombra que me persigue por toda la estancia y entonces la mato sin piedad.

—¡¡Oh no mi padre!!, lo he matado. La herida me la hizo él,  intentando defenderse.

—¿¡Dios mío qué hecho!?— dije gritando, desmoralizada.